La educación como subsistema de la sociedad

Entre levitas y chiripás: la educación en el período post-independentista

Si bien la revolución y la independencia fueron signos claros de la voluntad política de las Provincias Unidas para construir un nuevo orden social, no eran suficientes para instituir un Estado. ¿Qué intereses afectaba? ¿Cuáles eran los acuerdos que había que establecer para garantizar su legitimidad y sobre qué bases debía fundarse ese nuevo orden? ¿Cuáles eran las ideas y modelos pedagógicos a incorporar? Estas tres décadas constituyen un recorte temporal político educativo con carácterísticas propias, pero también es posible pensarlas como un tiempo en el que se asentaron antecedentes importantes para la historia de la educación dentro de un proceso de más larga duración, como fue el de la formación del Estado nacional (1810-1880). Para ello, tomaríamos como referencias, por un lado, la formación de la Primera Junta en 1810 y, por el otro, la llegada de Julio Argentino Roca a la presidencia de la Nacíón en 1880. En términos educativos, fue un tiempo en el que se tomaron medidas y en el que hubo escuelas, pero no existía un sistema educativo surgido y sostenido desde un Estado nacional. En síntesis, recuperaremos el carácter productivo, heterogéneo y conflictivo de esas décadas sin Estado-nacíón, pero con la atención puesta en evitar una lectura que aborde este proceso desde la óptica de un Estado nacional triunfante.

 En otras palabras, nos enfrentamos al problema de pensar la educación durante una etapa muy compleja en la que la Argentina aún no existía como tal. En efecto: algunos investigadores calificaron el período de las autonomías provinciales y de los caudillos como una etapa anárquica. Como afirman Noemí Goldman y Ricardo Salvatore, la figura del caudillo encendíó grandes polémicas y posiciones encontradas. Ambos autores resaltan que «hubo investigaciones que ofrecieron interpretaciones distintas a aquellas que sosténían que las zonas rurales eran espacios sin orden social y sin instituciones, en las que el caudillo ejercía un poder despótico». Así, mientras algunos proyectos políticos —y los grupos que los sosténían— fueron caracterizados como los portadores de las bondades del progreso y de la preocupación por la educación, otros fueron representados y conceptualizados como los promotores del desorden político y del atraso cultural. Los actores que transitaron esos años plantearon ideas y propuestas concretas, que posteriormente se activaron como representaciones de distintos proyectos de país. En ese sentido, también seguiremos algunos recorridos intelectuales que, desde un registro político-cultural más amplio, tomaron a la educación como cuestión a discutir.


El desembarco de la modernidad pedagógica

En este período supone pensar un tiempo marcado por importantes cambios para los territorios que hasta 1810 habían formado parte del Virreinato del Río de la Plata. La imposibilidad de constituir un gobierno central se planteó como una postergación, es decir, los líderes políticos provinciales imaginaron que en el futuro estarían dadas las condiciones para alcanzar esa unidad que en aquel momento les era esquiva. Bajo gobiernos de diverso cuño, mediante formas escolarizadas y no escolarizadas y a través de diversas instituciones y prácticas, tuvieron lugar distintas experiencias educativas. Si bien estos desarrollos fueron muy diversos, las provincias compartieron la idea de que la educación era la herramienta capaz de fortalecer el lazo social en la nueva sociedad posrevolucionaria. Consideremos algunos datos, tomando en cuenta que se trata de reconstrucciones parciales, ya que no existían estrategias efectivas para relevar, por ejemplo, la cantidad de escuelas o de maestros que había en cada provincia. Según Antonio Portnoy, hacia 1820 existían siete escuelas fiscales en San Juan, seis en Buenos Aires, cinco en Mendoza, tres en Corrientes, dos en Córdoba, dos en Santa Fe, una en Salta y otra en Jujuy. Las escuelas particulares eran más numerosas: 40 en Buenos Aires, 13 en Mendoza, tres en Santa Fe. Buenos Aires, por ejemplo, no contaba con escuelas para mujeres, quienes no tenían otro centro de educación que los propios hogares o los conventos de monjas. En cambio, los gobiernos de San Juan y Mendoza contaban, para 1817, con algunas escuelas para niñas.

 ¿Qué novedades y qué desafíos se abrían en materia educativa para una sociedad que se construía a sí misma? Para Buenos Aires, el período que se inició en 1820 fue de prosperidad económica y de estabilidad política. La historiografía liberal acuñó el término feliz experiencia para referirse a esos años. Emprendíó una serie de reformas con las que pretendíó modernizar a la sociedad y organizaría sobre las bases del liberalismo, teniendo como modelo a la sociedad y la cultura europeas. Mientras que para algunos promovíó una educación moderna y accesible para todos (Mitre incluso planteó que Rivadavia fue el primero que se ocupó «seriamente» de la educación de la mujer), para otros diseñó una política educativa moderna, pero alejada de los problemas y las necesidades de la sociedad. Según Bustamante Vismara, se radicaron 3 1 escuelas en la campaña desde San Nícolás de los Arroyos hasta Carmen de Patagones, desde Rojas y Pergamino hasta Ensenada y Magdalena.

En 1821 se creó la Universidad de Buenos Aires, inspirada en el modelo napoleónico. Dicho modelo —al que también se denominaba Universidad Imperial— surgíó en el Siglo XVIII, como resultado del distanciamiento entre el Estado y la Iglesia. En aquel texto se establecía la ruptura entre las instituciones educativas previas, gobernadas por el poder religioso, y las emanadas de la Revolución. En ese modelo, la Universidad estaba bajo el control directo del Estado, que alentaba un nuevo programa de enseñanza centrado en la ciencia y en la formación de sus funcionarios.

En términos organizativos, además, todos los niveles educativos fueron incorporados a la Universidad, que estaba dividida en seis departamentos: de primeras letras, de estudios preparatorios, de ciencias exactas, de medicina, de jurisprudencia y de ciencias sagradas. Las escuelas de primeras letras, que hasta entonces habían estado bajo la jurisdicción de los cabildos, quedaban incorporadas a la Universidad bajo la dirección de un prefecto, mientras que los cabildos fueron suprimidos. A partir de ese momento, se establecía que el rector debía promover la fundación de nuevas escuelas donde fueran necesarias y que el método Lancaster debía ser aplicado tanto en las instituciones educativas dotadas por fondos públicos como en las financiadas por fondos privados.

El método Lancaster se implementó por primera vez en Buenos Aires en 1819. En 1821, las autoridades decidieron reformar las ocho escuelas públicas de niños de la ciudad, incorporando el sistema inglés. La primera escuela lancasteriana funciónó en el convento de San Francisco, bajo la supervisión de James Thomson, un miembro de la Sociedad Lancasteriana de Londres que había sido comisionado para difundir ei método en América del Sur. Entre 1825 y 1827, Pablo Baladía, quien se desempeñaba como Director General de Escuelas, instaló una Escuela de Preceptores a la que debían concurrir los maestros durante el período estival para capacitarse sobre el método. ¿Por qué su implementación puede ser leída como expresión de la modernidad pedagógica? Para Marcelo Caruso y Eugenia Roldan, la historia de este sistema de enseñanza está asociada «a la expansión transcontinental británica y a la emergencia de un ‘mundo atlántico revolucionario’ que actualizaba viejas conexiones en forma de redes de emancipación política y de cambio cultural». Lancaster ideó su método en la ciudad de Southwark hacia 1798, con el propósito de atender a los niños de los trabajadores que migraban desde el campo a las ciudades inglesas en busca de nuevas fuentes de trabajo: se implementó en un contexto urbano para una población relativamente homogénea. El de Andrew Bell, en cambio, era un método de similares carácterísticas, pero ideado para aplicarse en la ciudad de Madrás, India, hacia 1790.

La base de este sistema era la enseñanza a un grupo de niños a través de otros niños, que asumían el rol de monitores de la enseñanza. El docente, figura central para el método, era quien regulaba todos los movimientos y conocimientos que los monitores transmitían al resto de la clase. Gracias a un coordinado proceso donde intervénían técnicas muy precisas, el sistema podía articular la enseñanza —en simultáneo— de grandes grupos de niños. Para guardar el orden y mantener el proceso de aprendizaje activo y regulado, los monitores asumían distintos roles, coordinados unos con otros. Se prevéían tres tipos de niños-monitores a cargo de las tareas de enseñanza: los monitores generales, que controlaban a los monitores del orden, que a su vez vigilaban a los monitores que enseñan directamente.

 El Lancaster era un sistema altamente codificado. El Lancaster despertó el interés de las nuevas élites políticas latinoamericanas: como ya hemos señalado, la construcción de un orden social y político inédito requería también de la producción de sujetos preparados para transitarlo.
La educación de las masas era un imperativo y este método presentaba dos ventajas para nada desdeñables: garantizaba la masividad y el costo de su implementación resultaba asequible.

Se vinculaba lo escolar con los procesos de producción. Lo escolar, cual máquina, desplegaba su racionalidad desde una lógica semejante a la que se empleaba para regular el trabajo en las fábricas.

Como señalán Caruso y Roldan, la acción de «las juntas protectoras de escuelas compuestas por funcionarios locales y vecinos destacados», que eran el principal órgano de supervisión de la educación, «fue recalibrada en el marco de la creciente intervención estatal de la década de 1820». El Estado fue desplazando a la sociedad civil del terreno educativo, pero ello no implicó que la sociedad perdiera el interés por la educación. Veamos algunos ejemplos. La Gazeta de Buenos Aires informaba que el viernes 29 de Agosto de 1815 se había creado la Sociedad Filantrópica de Buenos Aires. Uno de sus promotores, Francisco Castañeda, buscaba a través de ella ponerle remedio a un problema endémico de los emprendimientos educativos: la discontinuidad que padecían las instituciones educativas a causa de la ausencia de fondos para financiarlas. La Sociedad agrupaba a los hombres y mujeres que se sentían convocados a participar en calidad de ciudadanos en la instauración del nuevo orden social.

Para organizar la Sociedad, relataba Castañeda, el Supremo Director convocó a trescientos ciudadanos nacionales y extranjeros «respetables por sus oficios, por sus luces, por su estado, y por el bien que ellos pueden hacer auxiliando una empresa tan noble». En aquella oportunidad, Castañeda creyó haber visto en los rostros de los presentes un sentimiento de mancomunidad, como si todos estuviesen tomados por una misma sensación: «somos llamados para formar una sociedad cuyo instituto sea el consultar los progresos de nuestro país en todos sus ramos, (a felicidad de nuestros conciudadanos, y la gloria de nuestra amada Patria». Con el propósito de fomentar y difundir la cultura, la acción de la sociedad porteña gestó, entre 1812 y 1823, nuevas instituciones y formas de sociabilidad, entre ellas, la Sociedad Literaria, la Sociedad del Buen Gusto del Teatro, la Academia de Música y Canto, la Sociedad de Ciencias Físicas y Matemáticas, la Sociedad de Jurisprudencia, la Academia de Medicina, entre otras. En 1823, se creó por decreto la Sociedad de Beneficencia. Dicha asociación tendría a su cargo inspeccionar las escuelas de niñas, dirigir e inspeccionar la Casa de Expósitos. A partir de 1826, la Sociedad se extendíó también a la campaña. Así fue como se fundaron las primeras escuelas para niñas en San José de Flores, San Isidro, San Nícolás, Chascomús, Luján y San Antonio de Areco. Compuesta por damas de los sectores más influyentes de la época, la Sociedad de Beneficencia dependía de la aprobación estatal para las decisiones de importancia. El método Lancaster también se implementaba en las escuelas para niñas. Esos establecimientos, que habían sido pensados inicialmente para alumnas de condición humilde, terminaron, en los hechos, recibiendo a población de diversos grupos sociales.

La política educativa de Rivadavia generó fuertes resistencias relativas a la centralización ejercida desde la Universidad y a que ésta dependiera del gobierno para la toma de decisiones. También se criticaba la figura del monitor porque, como señala Narodowski, ponía en entredicho la «centralidad pedagógica del maestro». Los monitores fueron una piedra en el zapato para la pedagogía tradicional. Por esta razón, en las escuelas privadas se trató de evitar la aplicación del decreto de 1822 que planteaba la obligatoriedad del método.

 En 1823, Rivadavia fundó el Colegio de Ciencias Morales, en reemplazo del Colegio de la Uníón del Sud que había reinstalado Pueyrredón sobre la base del viejo Colegio de San Carlos. Rivadavia había intentado previamente plantear un sistema bifurcado para los estudios secundarios: un Colegio de Ciencias Naturales, donde se ofreciera una sólida instrucción científica, y uno de Ciencias Morales, con una propuesta de formación orientada hacia la preparación para el desempeño en la vida social y política. López, Juan M. Alberdi, entre otros.

 Finalmente, durante la etapa rivadaviana tuvo lugar un desarrollo importante de instituciones educativas privadas. Una de ellas fue la que dirigíó John Armstrong, la Buenos Ayrean British Schooi Society, de ella dependían escuelas elementales que seguían el método lancasteriano. A la que podemos agregar el Colegio Argentino para niñas, que dirigían Melanie Dayet de De Angeiis y Fanny de Mora; ia Escuela Lancasteriana y el Ateneo fundado por Pedro de Angelis, Joaquín de Mora y Francisco Curel. Entre otros establecimientos.

Para responder a esta pregunta haremos previamente un breve rodeo.

El desierto y sus espejismos

Durante largas décadas, se impuso un relato oficial de la historia Argentina que planteaba los procesos históricos como pasos necesarios en una secuencia que debía culminar en la concreción del proyecto civilizatorio. Moderno, liberal y capitalista. Como planteamos en la lección 1, los hechos del pasado que no se ajustaban a la línea de esa secuencia fueron considerados desvíos o anomalías en la construcción de la Argentina moderna. El peso de las ideas de Sarmiento ha contribuido a pensar a la educación y a la civilización como términos prácticamente intercambiables. La civilización fue caracterizada como una meta que se debía alcanzar, como el proyecto que necesariamente debía triunfar. Para ello, la educación debía llenar el vacío, ese desierto que producía la barbarie.

 Pero esas representaciones fueron cuestionadas a partir de los resultados de distintas investigaciones.

Durante el período que nos ocupa, la mayoría de las provincias crearon escuelas elementales y sus correspondientes órganos de supervisión y dirección. Tales fueron los casos de Entre Ríos, Córdoba, Corrientes, Mendoza, San Juan, Tucumán y Salta. Detengámonos en algunos ejemplos. Había escuelas en Santa Fe, Rosario y San Lorenzo. En 1820, durante el gobierno de Francisco Ramírez, se planteó en Entre Ríos la obligatoriedad de la enseñanza elemental. A través de los Reglamentos para el orden de los Departamentos de la República Entrerriana, se ordenaba instalar escuelas públicas, para las que el Estado proporcionaría locales, libros y cartillas. En 1821, el gobernador Mansilla fundó escuelas de primeras letras en Gualeguay, Gualeguaychú, Nogoyá y Matanzas. Según Virginia Kummer, en 1822 se creó por ley «la primera Escuela Normal, en la Villa, capital de Paraná, bajo el sistema lancasteriano de enseñanza». Durante los gobiernos de Ferré, se extendíó la instrucción pública, se promovíó la formación de maestros y se fundó —en 1841— la Universidad Superior de San Juan Bautista.

 El gobierno de Salvador María del Carril constituyó en San Juan una Junta Protectora de Escuelas a fin de implementar el sistema de enseñanza mutua. También en Mendoza, durante el gobierno de Pedro Molina se impulsó el sistema Lancaster. Para ello, era indispensable crear edificios escolares, aportar fondos suficientes y asegurar la asistencia a la escuela, obligando a los padres cuando éstos se resistieran a enviar a sus hijos. En 1817 asumíó interinamente el gobierno de la provincia de Córdoba un salteño, Manuel Antonio de Castro, quien – a través de una política de graváMenes sobre la carne— buscó consolidar un fondo escolar estableciendo un porcentaje destinado a las escuelas de campaña. Como señala Endrek. En 1821’se sanciónó el Reglamento Provisorio de Córdoba en el que se afirmaba que la ilustración era necesaria para la conservación pacífica de los derechos del hombre en sociedad y se planteaba como obligación de las autoridades el fomento de las ciencias y la literatura, la Universidad, las escuelas públicas, la agricultura, el comercio, las artes y los oficios. Entre sus principios, el Reglamento destacaba la importancia de «inculcar los principios de la humanidad y general benevolencia: caridad pública y privada; industria y frugalidad, honestidad y delicadeza en su proceder; sinceridad, sentimientos generosos y todo aspecto social entre el pueblo». Además, explicitaba que los gobiernos se instituían para el bien y la felicidad de los hombres y que la sociedad debía proporcionar auxilio a los indigentes e instrucción a todos los ciudadanos.

Este órgano debía redactar un reglamento escolar, fundar escuelas en cada curato y villa principal de la provincia, proponer los maestros que luego serían designados por el gobernador, proveer de material didáctico a las escuelas, imprimir cartillas y catecismos. El Director de Escuelas debería visitar anualmente los establecimientos educativos. En términos legales, la Constitución de la República de Tucumán de 1820 establecíó, como atribuciones del Congreso, «formar planes de establecimiento de educación pública y proporcionar los fondos para su subsistencia». Según Norma Ben Altabef, durante las gobernaciones de Gregorio Aráoz de Lamadrid, de José Manuel Silva y de Javier López, se tomaron medidas «impregnadas de principios ilustrados», que promovían «la instrucción de los habitantes, su libertad y felicidad, aunque no compartían la secularización de la vida en general».

 Fue durante la gobernación de Aráoz de Lamadrid (1826-1827) cuando se organizó a las escuelas de primeras letras. Se nombró a una comisión que redactó la reglamentación para promover las escuelas bajo el sistema Lancaster en la campaña y se fundaron escuelas para niñas. Se crearon escuelas con fondos provenientes de impuestos por cabeza de ganado que se cobraban en mercados y corrales, similares a los establecidos en Córdoba. Junto a los fondos oficiales se destinaron para educación otros recursos que provénían de contribuciones privadas. Por ley de 1826, se establecía la disposición de fondos para ‘la recomposición del edificio donde funcionaría la escuela de primeras letras bajo el sistema Lancaster’…». La provincia asignó para educación un porcentaje de 8,16% en su presupuesto de 1827. Asimismo, los intentos por extender una educación revolucionaria de corte ilustrado se hibridaron en la trama cultural colonial que seguía aún arraigada en la sociedad.

Si bien hubo momentos de estabilidad, las voluntades y las decisiones gubernamentales en materia educativa estuvieron atravesadas por un contexto complejo, caracterizado por turbulencias que afectaron la paz social. Las dificultades materiales se impusieron muchas veces sobre las propuestas, pulverizando las mejores intenciones. Los problemas económicos que atravesaban las escuelas marcaron crudamente la concreción de algunas utopías pedagógicas. La primera imprenta de Salta es un ejemplo ilustrativo. Había sido instalada en 1824 con materiales de la imprenta de los Niños Expósitos, pero finalmente terminó empleándose como material de fundición para las balas que fueron utilizadas ante el avance de las tropas de Felipe Varela en 1867. Si al comienzo de este período los padres de familia tenían la potestad de enviar o no a sus hijos a la escuela, a medida que el Estado se consolidaba esa libertad devino obligación, porque una regulación estatal así lo prescribía. Luego de la breve experiencia presidencial de Rivadavia (1826-1827) y disuelto el gobierno nacional, el federal Manuel Dorrego asumíó la gobernación de Buenos Aires. En ese contexto de gran convulsión política. Juan Manuel de Rosas, un federal autonomista, fue electo gobernador de la provincia de Buenos Aires en dos oportunidades (1829-1832 y 1835-1852). Una vez en el poder, privilegió los intereses y las prerrogativas de su provincia, postergando con éxito los intentos de unificación nacional que significaban el reparto de recursos, de las rentas aduaneras y del puerto, que estaban en manos de Buenos Aires.

 Ricardo Salvatore caracteriza al federalismo rosista como una expresión política que adecuaba los principios abstractos de la república al nuevo panorama político que se inició luego de la independencia. Para el rosismo. Ese orden tenía como componente necesario la imagen de una república que estaba amenazada por un sector conspirador vinculado con el grupo de los unitarios, que eran, a su vez «identificados en el discurso rosista con los intelectuales, los comerciantes, los artistas…». En ese republicanismo, la defensa del sistema americano, entendido como «una confraternidad de repúblicas americanas enfrentadas con las ambiciosas monarquías europeas» revestía la misma importancia que la capacidad para «restaurar el orden social» y «calmar las pasiones de la revolución». La existencia de otra visión era caracterizada como un desvío y un peligro político.

En 1828, Saturnino Seguróla -que había sido Director de Escuelas en 1817- fue convocado para desempeñarse como Inspector General de Escuelas. Las escuelas, que dependían de la Universidad, quedaron bajo la órbita del Ministerio de Gobierno. Retrocedía el utilitarismo, ya no era obligatorio el Lancaster y los castigos corporales «moderados» fueron nuevamente aceptados. Newland afirma que entre 1827 y 1829 «desaparecieron cuatro de las once escuelas de varones existentes». La política de recorte presupuestario incidíó con fuerza a partir de 1838, cuando se produjo el bloqueo francés al puerto de Buenos Aires y el Estado debíó incrementar sus gastos militares. Desde aquel año se vio afectado el flujo de fondos que solventaba la Sociedad de Beneficencia y la Casa de los Expósitos, por lo cual las suscripciones que hicieran los vecinos serían determinantes para garantizar el funcionamiento de las escuelas.

Como contrapartida, durante este período se fortalecíó la educación privada. Algunos establecimientos públicos continuaron abriendo sus puertas, pero los alumnos debían pagar una cuota mensual una vez que les fue quitado el financiamiento estatal, que sólo se reiniciaría a partir de 1849.

 Los jesuitas, que habían sido expulsados por los Borbones, volvieron a Buenos Aires de la mano de Rosas en 1836. El Colegio fue reabierto en 1843 como Colegio Republicano Federal bajo la dirección del padre Majesté quien, habiendo formado parte del núcleo jesuita. Los principios de la nueva institución fueron «Patriotismo federal, religión católica e ilustración sólida». En 1846, ingresó como codirector el francés Alberto Larroque. Quien años más tarde ejercería el rectorado del Colegio del Uruguay, fundado por Urquiza en 1849 en la ciudad de Concepción del Uruguay.

 Hablamos del desmantelamiento de las instituciones educativas previas, pero también de reconfiguración. Indirectamente, ayudaban a la construcción de una memoria colectiva».

Desde 1834, no habría lugar dentro de las escuelas públicas para quienes no adhiriesen al Partido Federal. Si bien los docentes no se vieron afectados, en los hechos estaban obligados a pedir al ministerio una autorización para el funcionamiento de las escuelas «en la que debían indicar su nacionalidad, religión y adhesión al Partido Federal, además de presentar dos testigos que sirvieran de garantía». Su preocupación profundamente política los llevó a pensar en la educación como respuesta a las cuestiones sociales que los desvelaban.

La educación según los jóvenes ROMánticos

Con la creación de la Universidad de Buenos Aires, en 1821, emergíó un nuevo perfil dentro de la ciudad, el de los jóvenes estudiantes. La Sala de Representantes le otorgó la suma del poder público, lo que significaba que concentraba no sólo funciones ejecutivas, sino también las legislativas y judiciales.

El Romanticismo surgíó como una reacción al movimiento ilustrado, resaltando la primacía del sujeto individual, que se extendía al plano social y cultural. En su Primera lectura en el Salón Literario, Esteban Echeverría, principal referente de la Generación del ’37, daba cuenta de esa búsqueda cuando expresaba que «Hemos entrado en nosotros mismos con el propósito de conocernos».

 Como sostiene Jorge Myers, la mayoría del grupo que se constituyó como la generación ROMántica Argentina se había formado en el marco de las reformas educativas rivadavianas, en el Colegio de Ciencias Morales y en la Universidad de Buenos Aires. «Esa experiencia le imprimíó a la nueva generación un carácter nacional ya que una porción importante de los alumnos eran becarios provenientes de las provincias del interior.» Fueron una élite cultural, que se convirtió en nacional; en ella participaban tucumanos como Juan Bautista Alberdi y Marco Avellaneda, los porteños Juan María Gutiérrez, José Mármol y Vicente Fidel López y el sanjuanino Manuel José Quiroga Rosas, entre otros. Igualmente, el Romanticismo rioplatense estuvo atravesado por elementos de la Ilustración, no sólo porque el currículo escolar rivadaviano era ilustrado, sino porque adscribieron a la idea de alcanzar el progreso social sobre valores universales mediante la acción del Estado.

Este grupo de intelectuales fue adquiriendo una identidad en términos generacionales y sus intervenciones literarias se fueron deslizando hacia el terreno de la política. Consideraban que para construir una comunidad era indispensable forjar una literatura nacional.

Su posición de jóvenes les dio un sesgo particular como sujetos políticos. Interesado en los avances y descubrimientos científicos, participaría algunas décadas después de la Sociedad Científica Argentina y redactaría Origen y desarrollo de la Enseñanza Pública Superior en Buenos Aires, donde compilaba fuentes y ofrecía breves síntesis de los principales acontecimientos educativos, sobre todo referidos a la educación superior. Para él.

Para Echeverría, su generación había decidido tomar la posta de los miembros de la generación de Mayo, a los que consideraba sus padres. Para esos jóvenes, era necesario inaugurar un tiempo de reflexión. En una primera etapa, sus miembros creyeron que era posible intervenir como una élite letrada dentro del federalismo, pero esa alternativa resultó inviable ya que el desarrollo de los acontecimientos tensaba cada vez más la situación política. En 1838 formaron la Asociación de la Joven Argentina, una organización secreta bajo la dirección de Esteban Echeverría, que tomaba como modelo a la Giovine Italia líderada por Giuseppe Mazzini. ¿Cómo fue que la ilustrada Buenos Aires terminó conquistada por ese caudillo? Echeverría planteó metafóricamente, a través de su cuento El matadero, la ruralización y la brutalización que había sufrido la sociedad bajo el poder rosista.

En primer término, era necesario atraer capitales e inmigración, que sentarían las bases para el crecimiento económico del país; sólo después se podría plantear una redistribución económica. Como advierte Halperin Donghi, en la propuesta alberdiana el pasaje de esa «república posible» a una «república verdadera» se lograría cuando el país alcanzara una estructura social comparable a la de las sociedades europeas. La educación debía realizar