Elaboración de la constitucion y concepto de poder constituyente xuletas


LECCIÓN 2. EL PODER
CONSTITUYENTE.

1. LA ELABORACION DE LA CONSTITUCION Y EL CONCEPTO DE PODER CONSTITUYENTE.

Si asentamos inicialmente una primera noción del poder constituyente como aquél que puede elaborar o modificar la Constitución, habremos de empezar por reconocer que la cuestión se plantea en términos diferentes si hablamos de la Constitución británica, de la norteamericana o de una de las vigentes hoy en el área occidental de la Europa continental. En Gran Bretaña, la Constitución, comienza en 1.212 con la Carta Magna que se fue impregnando con avances y tradiciones, por tal motivo, resulta esencialmente consuetudinaria, no codificada y flexible. Este singular género de poder constituyente no coincide con la Teoría constitucional en la actualidad.
La cuestión que nos ocupa alude a una problemática concreta de los textos constitucionales escritos y codificados, a saber, la de su autoría, conectada con la de la legitimación para poder redactar o reformar una Constitución, dado que es una norma dotada de primacía sobre el resto del ordenamiento jurídico y que consecuentemente no es elaborada por el mismo procedimiento por el que se aprueba la legislación ordinaria.
La Constitución como súper ley, es obra de un súper legislador al que llamamos poder constituyente.
La construcción teórica nace de
ideas fuerza que nacieron al calor de procesos revolucionarios, para legitimar el que un pueblo dictase una Constitución para independizarse, sustituir o limitar el poder, hasta entonces absoluto, del Monarca. El concepto de poder constituyente, pues, es incomprensible sin conectarlo con otras ideas fuerza liberales, como las del pacto social, la soberanía popular o nacional, la democracia representativa y la de la necesidad de limitar jurídicamente el poder político. En consecuencia para comprenderlo tenemos que prestar atención a los orígenes históricos.

2. LOS ORIGENES DE LAS DOCTRINAS SOBRE EL PODER CONSTITUYENTE.

El concepto actual del poder constituyente proviene de dos fuentes diversas, la doctrina constitucional clásica norteamericana y la francesa. En ellas hay coincidencias sustanciales:
a) El concepto jurídico de poder constituyente es trasunto (copia) del concepto político de la soberanía popular, aunque la forma en que el pueblo puede operar como poder constituyente será distinta en Norteamérica y en el pensamiento revolucionario francés.
b) La naturaleza del poder constituyente es la propia de un poder soberano. Es el único poder absoluto que concibe el pensamiento democrático liberal, que se legitima per se. Mientras los demás poderes son constituidos, limitados y tienen establecidos sus funciones y procedimientos para desempeñarlos en la Constitución. El poder constituyente que es per natura previo a ésta, no tiene ni puede tener previamente definido el cauce para su ejercicio, salvo que estemos ante un poder constituyente constituido o derivativo, es decir, ante el poder de reforma de la Constitución que la misma prevé y canaliza.
Más allá de estas ideas básicas, en Norteamérica y en Francia el poder constituyente se concibe con distintos matices, dos orientaciones desde las que se concibe el Poder constituyente a partir de postulados democráticos (Hatschek).

2.1 En Norteamérica.

Antes de abordarse la elaboración de la Constitución federal, las Cartas de las Colonias ya habían construido una lúcida noción del poder constituyente y de la forma en que el mismo debía operar. Tuvo su punto de partida es las normas impuestas por la comunidad de los puritanos de la Iglesia Presbiteriana inglesa y escocesa, que exigía a sus fieles por contrato el respaldo de su fe y organización. Este pacto de la gracia puritano se transformaría en pacto político. Los colonos redactaron los célebres “convenants”, que fijaban las normas con arreglo a las cuales la Colonia se regía. Consecuentemente se partió de dos criterios relevantes:
a) El acto constitucional se canalizaba a través del
contrato social.
b) El Poder constituyente se ejerció
de forma directa, sin que mediase delegación alguna a favor de representantes, de donde se derivaba la idea de que en las Asambleas designadas para discutir y elaborar un proyecto de Constitución no residía el poder constituyente y, consiguientemente, precisaban de un acto de ratificación del pueblo, único titular del poder constituyente.
Puede decirse que estamos en deuda con el constitucionalismo norteamericano por habernos formulado dos valiosas aportaciones:
a) La conexión entre el principio político democrático de la soberanía popular, con la noción de poder constituyente, siendo éste traducción jurídica directa de tal principio político. La titularidad del poder constituyente corresponde al pueblo soberano, único que puede ejercerlo.
b) Que los restantes poderes, constituidos por la Constitución, han de desenvolverse en el marco de ésta, que los limita. Es la trascendental noción del poder político, legislativo o de gobierno, como poder derivado y limitado.

La suma de estas dos aportaciones es consecuencia del principio de supremacía de la Constitución, que obliga a concebir ésta como
Lex Superior no modificable por la ley ordinaria, fenómeno que la doctrina constatará con la expresión rigidez de la norma constitucional y permitirá consagrar la distinción entre las constituciones rígidas (norteamericana) y flexibles (modelo inglés).
Desde la noción de supremacía de la Constitución y desde la nota de rigidez, el juez Marshall (caso Marbury versus Madison), construyó su célebre doctrina aún vigente, sobre la potestad del Tribunal Supremo de no aplicar las leyes dictadas por el Congreso que contravengan la Lex superior, que extrae las últimas consecuencias de la teoría del poder constituyente.

2.2 En Francia y en la tradición europea.

La concepción norteamericana del poder constituyente influyó en la Revolución francesa y tuvieron puntos comunes sobre el contrato social expuesta por Rousseau, en el que siendo el pueblo soberano sólo debe obedecerse a si mismo (democracia directa) y la imposibilidad de delegar el poder de ejercer la voluntad general que corresponde al pueblo, expuesta por Lucas Verdú. Sin embargo, hay matices importantes entre la forma en que se había concebido el Poder constituyente en el Nuevo Mundo y cómo se forjaría al calor de la Revolución francesa.
Sieyés elogió como un gran logro revolucionario, la diferenciación entre Poder constituyente y poderes constituidos, y concibe la nación como titular de la soberanía (que anteriormente ostentó el Rey), la cual no está sometida a la Constitución ni a ninguna otra norma de Derecho Positivo. La Nación, indivisible es el Poder constituyente y se manifiesta en la Constitución. Pero entiende que como la Nación, en la práctica, no puede actuar directamente por sí misma. Ha de elegir, llegado el caso, unos representantes extraordinarios a los que otorga las potestades necesarias para debatir, elaborar y aprobar la Constitución, de forma que, en la práctica, se residencia el Poder constituyente en la asamblea de representantes. Es decir: Corresponde a la nación soberana la titularidad del Poder constituyente, que ha de ser ejercido por representantes extraordinarios (que ejercerán por delegación este poder constituyente). No tienen esta condición los representantes ordinarios (poderes constituidos expresión de una parte significativa de la Nación). Esta idea de la representación es una aportación original francesa que conduce a una visión del Poder constituyente parcialmente diferente a la que manejaron los padres de la Constitución norteamericana y que conecta con el eterno dilema entre democracia directa y representativa, en el que esta última prospera históricamente ante la imposibilidad práctica de consolidar sistemas de democracia directa pura, por razones pragmáticas (prácticas).

La tradición constitucional europea ha sido difusa en este aspecto y las Asambleas constituyentes han operado con frecuencia como Asambleas parlamentarias ordinarias, dificultando la distinción entre poder constituyente y poder legislativo, jugando con la idea de un poder constituyente compartido con el Rey y los representantes de la Nación. Por esta razón, la Constitución, no acababa de ser un instrumento jurídico efectivo de limitación del poder, ni gozar de la plena primacía por su condición de súper-ley elaborada por un súper-legislador. Desaparecidas las monarquías constitucionales por el peso del liberalismo, se convertirían bajo el pensamiento democrático en: Repúblicas o monarquías parlamentarias. Por lo que puede decirse que la problemática del poder constituyente se plantea actualmente en análogos términos en todo el orbe políticamente organizado sobre principios democráticos.

3. CONCEPCION ACTUAL DEL PODER CONSTITUYENTE.

De la Teoría de la Constitución parte la doctrina del Poder constituyente, con algunos
aspectos básicos:
a) Estamos ante un
poder unitario y previo a la aplicación -precisamente a través de la Constitución- de la doctrina de la división de poderes.
b) Por ser el poder constituyente un poder que proviene de la idea de soberanía del pueblo y previo a cualquier otro poder constituido, es un
poder originario y sustancialmente autónomo de cualquier poder constituido.
c) El legislador ordinario, dado que es un mero poder constituido, está sometido a la obra del Poder constituyente: la Constitución, y no puede contravenirla.
d) Sus actuaciones son esencialmente creadoras e intermitentes (como escasos y breves son los momentos decisivos para la vida de un pueblo – Ruiz del Castillo).
Por ello, la teoría del Poder constituyente es el basamento de la teoría de la Constitución, pues es su primera piedra, colocada sobre el principio de legitimación de todo sistema democrático, a saber, la soberanía del pueblo, sin cuyo asentimiento ningún poder político puede ser reputado legítimo.
Sin fe en la filosofía del gobierno democrática, ningún sentido tiene construir ni el sistema político ni el jurídico desde una Constitución al servicio de limitar el poder político y sus posibles excesos.
La vinculación del concepto de Poder constituyente con la noción de la soberanía del pueblo, dota de pleno sentido en el marco del Estado democrático, único en el que goza de razón de ser la idea de Constitución. Estos términos metajurídicos: actos de fe y dogma democráticos nos ponen sobre la pista de que la Ciencia del Derecho sólo parcialmente nos puede dar respuesta a los interrogantes que se suscitan en torno al Poder constituyente. Parece más adecuado hablar de Derecho político que de Derecho Constitucional para no limitarse a métodos jurídicos y abarcar la comprensión de ciertos fenómenos e instituciones. La Historia muestra como, junto a una serie de casos en que las Constituciones son elaboradas o modificadas siguiendo el método de reforma que preveía la Constitución anteriormente vigente, hay otros supuestos en que la Constitución es el fruto de una Revolución, o de una conjura o golpe militar. En éstos casos de ruptura, estaremos en presencia de la emergencia de un
poder constituyente originario, mientras que en aquéllos en que se respeta el procedimiento previsto para la reforma constitucional habremos de hablar de un poder constituyente derivativo.

3.1 El poder constituyente originario.

En la historia, cierto número de constituciones no tienen conexión con el ordenamiento jurídico que las precede, significando una ruptura de facto, un acto de fuerza a menudo de una manifestación desorganizada de voluntad popular, desprovista de legitimación jurídica con el fin de derrocar un régimen. Por tanto, la doctrina del poder constituyente ha de aceptar partir de una paradoja: el acto de elaboración de la Constitución puede ser, no ya un acto metajurídico, sino incluso un acto abiertamente antijurídico. Una segunda paradoja aporta la teoría del Poder constituyente, y es que éste es por esencia un poder creador de un orden, organizador, pero si parte de una ruptura plena con el sistema anterior, es un poder huérfano de organización propia y aun de reglas de funcionamiento.
Los cimientos del Poder constituyente originario no se pueden construir sobre el orden jurídico positivo. Así, frente a una situación de tiranía, la rebelión se basará en el Derecho natural del que derivan los derechos fundamentales de las personas que están siendo vulnerados, pero no en el ordenamiento jurídico dictado por el tirano. Detrás del poder constituyente que actúa al margen de los mecanismos de reforma de una Constitución hay simplemente una situación fáctica para la que el Derecho constitucional no tiene explicación. En estos supuestos el poder constituyente carece de raíces jurídicas y se ejerce invocando el llamado derecho a la revolución, que, en última instancia correspondería al pueblo por soberanía, de hecho el poder constituyente no deja de ser una revolución jurídica.
Ello era explicable en los siglos XVIII y XIX, pero hoy en día en las democracias auténticas, los fenómenos revolucionarios deben contemplarse
como fenómenos abiertamente antijurídicos y no legitimables desde nuestra cultura cívica; el jurista deberá afirmar que en un Estado de Derecho democrático no cabe el derecho a la rebelión.
Las primeras constituciones eran imposición de una idea de partido sobre la organización de la vida en común y evitaba introducir en su articulado vías para su reforma. Las constituciones normativas contemporáneas son altamente consensuadas y su reforma no es más rígida que la seguida para su elaboración, sino que puede ser sometido a debate y a revisión por los cauces que para su reforma prevé la
lex normarum. En estas condiciones es obvio que carece de toda legitimidad jurídica e, incluso, moral, la llamada a la revolución más o menos violenta para modificar el orden constitucional.
Las monarquías absolutas, inspiradas en Maquiavelo, las guerras de religión, los modernos Estados totalitarios de derechas o de izquierdas, nos han mostrado cómo la inclinación a alcanzar la “justicia” o la “verdad” por la fuerza ha sido una constante en la Historia de la humanidad, que ha arrojado un saldo francamente negativo. Hay razones que desaconsejan al jurista ser neutral ante la posibilidad de que emerja, en una democracia el Poder constituyente en forma de insurrección violenta, porque aunque suela ir rodeada de halos más o menos angelicales (anarquismo, pseudocientíficos, nacional socialistas y fascistas), la experiencia acredita que
los medios violentos engendra hombres violentos necesarios para que ésta se ponga en práctica.
Dos fenómenos son comunes al primer período de toda insurrección violenta: En primer término, una progresiva concentración del poder en un puñado de dirigentes del movimiento; y de otro lado, una continua radicalización del hecho revolucionario. Ambos fenómenos tienen claras consecuencias: El desplazamiento de los “moderados” es la primera de ellas que constituye el preámbulo del
período del terror. El torrente revolucionario se muestra más capaz de destruir que de construir y encierra el peligro de desencadenar una escalada del proceso acción-reacción que tienda al infinito. El empleo de la fuerza engendra un nuevo empleo de la fuerza para destruir la solución impuesta de esa manera. Desde la óptica del Derecho público de nuestro tiempo, el derecho de rebelión entendido como el derecho a la revolución violenta sólo es concebible en sistemas tiránicos y en general en aquéllos que conllevan grave opresión de los súbditos.
Un primer reconocimiento del
derecho de rebelión contra los “pecados regios” lo encontramos en San Agustín y San Isidoro de Sevilla. En coherencia con esta tradición, por influencia de Aristóteles, las Leyes de Partidas reconocieron, para ciertos supuestos, el derecho de desobediencia a la Autoridad. Además se le atribuye a Santo Tomás la labor de perfilar las bases del llamado derecho de resistencia, e incluso, la doctrina del tiranicidio. Pero toda la elaboración doctrinal a que acabamos de hacer mención sólo es explicable en el marco de una Monarquía feudal, primero, y absoluta, después, en que la falta de límites y contrapesos al poder planteaba la cuestión de si ante hipotéticos graves excesos de éste, cabía revelarse frente a él.
En las democracias constitucionales modernas, como la española, no cabe el derecho de rebelión y la derogación o modificación de la Constitución por la vía de facto (revolucionaria), y no puede confiar al derecho de resistencia la solución de los problemas que generen los abusos en que puedan incurrir los titulares del poder político. Estos excesos están, en unos casos evitados y, en otros, previstos como una posibilidad real, frente a la que se instauran los mecanismos de sanción y reposición, bien del pleno disfrute por las personas y grupos de los derechos y libertades de que fuesen titulares y se les hubieran violado, bien de la plena vigencia del orden constitucional y de sus valores, con cuanto ello comporta. Consiguientemente, el poder constituyente originario hay que entenderlo como propio de naciones que salen de una dictadura o que se emancipan al término de un período colonial.

3.2 El poder constituyente derivativo.

Aunque algunos autores consideran al originario como único Poder constituyente, la doctrina mayoritaria admite desde antiguo el que junto al poder constituyente ordinario existe otro, llamado “derivativo”, previsto y articulado en una Constitución vigente, que debe actuar conforme al procedimiento al efecto previsto en la propia Constitución.
La primera cuestión doctrinal se suscita sobre si el derivativo es un auténtico poder constituyente o, por el contrario, estamos ante un simple poder constituido, aunque dotado de funciones trascendentales como modificar la Constitución. En opinión de Alzaga no es un dilema indisoluble. Es cierta la evidencia de que el Poder constituyente derivativo es un poder
constituido por el Poder constituyente originario, de forma que la soberanía popular se autolimita por el pueblo mismo, soberanía popular que busca limitar a los poderes políticos que funda y organiza, lo que significa privarles del ejercicio de la soberanía. Pero desde otra perspectiva, el Poder constituyente derivativo, a diferencia de los poderes constituidos en sentido estricto, no está limitado por la Constitución, pues encuentra su razón de ser precisamente en poder reformarla y aún sustituirla por otra, y en este sentido no cabe duda de que se trata de un auténtico poder constituyente.
En consecuencia, el poder constituyente derivativo está alejado de la teoría de la revolución, pues no puede tener otro titular que el que prevé la Ley de leyes que lo establece, y tan sólo puede actuar a través de los órganos y procedimientos establecidos por ésta al efecto. Sin embargo la Historia es rica en ejemplos de cómo un poder constituyente derivativo, previsto en una Constitución que una parte de la población consideraba ilegítima o injusta, se vio fácilmente desbordado por una revolución o un golpe de Estado, tras el cual acaba por emerger, con toda su radicalidad, el poder constituyente originario.
De Otto afirmaba que si hay un poder constituyente del que el pueblo es titular, éste puede actuar al margen de lo dispuesto en la Constitución, reformándola también al margen del procedimiento de reforma que la Constitución prevea, y además añade que si una situación de profunda crisis condujera a la alteración del ordenamiento constitucional por vías democráticas pero anticonstitucionales nadie negaría la validez de la nueva Constitución una vez que ésta se hubiera establecido eficazmente.
En la época constitucional actual, estas reflexiones son muy discutibles, pues permiten legitimar, por razones
de facto, la actuación por vías revolucionarias, adjetivadas como “vías democráticas” por los impacientes políticos partidarios de tomar el atajo inconstitucional. El criterio de Ignacio de Otto era más lógico en momentos ya sobrepasados de la Historia constitucional, en que el poder constituyente derivativo estaba recogido en los textos constitucionales con infinidad de cortapisas. Aludiremos brevemente a ellos distinguiendo varias etapas:

a)
En el primer constitucionalismo: Se desconoció el poder constituyente derivativo o se instauraron tantas trabas a su proceder, que se disimulaba mal el afán por perpetuar la constitución revolucionaria que se acababa de establecer. Es curioso el caso de la Constitución americana de 1787, que prevé cuatro mecanismos diferentes de reforma, de los cuales sólo uno ha sido aplicado en la práctica para su adaptación a las circunstancias cambiantes. Resulta modélica la Constitución Francesa de 1791, que reúne todas las cautelas imaginables frente a la potencial reforma y además confía el poder constituyente derivativo a un órgano especial, irreunible y que dificultaba ampliamente sus poderes de revisión constitucional. Modelo adquirido por España, que dificultó la reforma de la Constitución de 1812 a la que no era posible retocar una sola coma. Estos impedimentos con que se trabó al Poder constituyente derivativo durante el primitivo constitucionalismo revolucionario, lejos de lograr su objetivo (dilatar la vida de sus constituciones), fue una de las causas que contribuyó a su temprana defunción.

b)
Durante el período de la Monarquía constitucional (siglos XIX y XX): El período en que la soberanía estaba compartida por las Cortes y el Rey, el poder constituyente derivativo fue por lo general entendido como compartido por ambas instituciones históricas, pero sin lograr plasmar la cuestión en una fórmula doctrinal clara. En Francia la Constitución de 1.830 era una Constitución no ya rígida sino pétrea. Por otro lado, en España, las tres constituciones que presiden el período, las de 1.837,1.845 y 1.876 no prevén la existencia de un poder constituyente derivativo, aunque se interpreta ese silencio al respecto como base de una concepción flexible de la Constitución, en lugar de cimiento de su extrema rigidez. La concepción de la soberanía por los doctrinarios, como compartida por las Cortes y por la Corona, dejaba en la práctica en manos del entendimiento entre ambas instituciones el poder de reforma de la Lex normarum. Sin embargo esto dio escasos frutos. La falta de fórmula, sobre todo cuando se agravó la crisis de la Restauración, fue deteriorando el sistema político canovista sin que se pudiera abordar una reforma constitucional, dificultando el tránsito inevitable desde una Monarquía constitucional a una parlamentaria. Esto produjo el consiguiente mantenimiento del Rey a la cabeza del Ejecutivo como árbitro de la alternancia política en un sistema de sufragio adulterado, lo que desencadenó el desprestigio de las instituciones y el golpe de 1923, con las secuelas por todos conocidas.

c)
En el constitucionalismo contemporáneo: El Poder constituyente originario a previsto que el texto constitucional defina el poder constituyente derivativo, que en Europa será el legislador ordinario y no un órgano especial, si bien el Parlamento ha de comportarse de manera diferente cuando actúa como poder constituyente a como actúa a diario como mero poder constituido. Es la idea básica sobre la que se construye el Título X de la Constitución Española y que recoge nuestro Tribunal Constitucional al afirmar que “lo que las Cortes no pueden hacer es colocarse en el mismo plano del poder constituyente realizando actos propios de éste, salvo en el caso en que la propia Constitución les atribuya alguna función constituyente. La distinción entre poder constituyente y poderes constituidos no operan tan sólo en el momento de establecerse la Constitución, sino que fundamentan permanentemente el orden jurídico y estatal y suponen un límite a la potestad del legislador”. Y añade que el TC que al mismo le corresponde custodiar la permanente distinción entre el poder constituyente y la actuación de los poderes constituidos, los cuales nunca podrán rebasar los límites y competencias establecidas por aquel.
Si el poder constituyente derivativo es el Parlamento, éste se diferencia del poder legislativo constituido porque despliega su actividad de forma distinta a como lo hace este poder cuando opera sobre el ordenamiento jurídico emplazado jerárquicamente bajo la suprema norma constitucional. Si el Parlamento va abordar la revisión constitucional, ha de cumplir con requisitos especiales, que según las constituciones suelen ser “quorum” y mayorías reforzadas en mayor o menor grado; la posibilidad de que haya que disolver las Cámaras para dar oportunidad al electorado a pronunciarse sobre la pretendida reforma constitucional y la necesidad de recabar tras la aprobación parlamentaria de la revisión constitucional la aprobación popular mediante referéndum… Es decir, el poder constituyente constituido se distingue del legislativo constituido, especialmente, por la técnica más rígida que ha de aplicar a su cometido.
Cabe reflexionar si estando previsto en la Constitución un poder constituyente derivativo, podría el pueblo (poder originario) reformar la Constitución al margen de su procedimiento. Para Alzaga, ni desde los principios de la legitimidad democrática, ni desde los de orden técnico jurídico que sirven de paredes maestras al Estado de Derecho, cabe que en un país regido por un Poder Constituyente derivativo el pueblo como titular del Poder constituyente originario pueda actuar al margen de la Constitución, reformándola ignorando los procedimientos que la propia Constitución prevea a tal fin.
Resulta cierto que en la Historia tales rupturas del orden constitucional, han sido una realidad. En España uno de los últimos de estos supuestos se produjo en abril de 1931, cuando a través del resultado de unas elecciones municipales se tiene por agotada la Constitución (rígida) de 1876 y se convocaron las Cortes Constituyentes que elaborarán la Constitución de la II República, la cual da por sentado que la derogación de la anterior se produce por vía revolucionaria y al margen del Derecho. Este desbordamiento del poder constituyente constituido por una realidad revolucionaria (al margen del Derecho), será legítima a los ojos de un sector de la población, pero no de otro, por lo que el nuevo régimen parte con cimientos más fácticos que jurídicos y con una legitimidad cuestionable por parte de la opinión pública. Esta reforma constitucional
(por las buenas o por las malas) sucumbió ante el golpe militar de 1936 que provocó una cruenta guerra civil.
Aunque la teoría de la revolución puede justificar en casos límites el que el poder constituyente originario haga tabla rasa de la Constitución precedente y establezca un nuevo régimen político sobre otras premisas jurídicas fundamentales, tal sistema de
progreso en la Historia constitucional de un pueblo no deja de ser un tanto bárbaro. Hoy la legitimidad democrática del pueblo no se confronta con otras fuentes de legitimidad porque la única comúnmente asumida es la que cuenta con el consentimiento de la población. En aquellos países donde el Pueblo asumió la soberanía e instauró la democracia dotada de una Constitución reformable, el único poder constituyente legítimo es el derivativo; los intentos de modificar el orden constitucional por la fuerza ni gozarán de legitimidad democrática, ni de ellos, en el terreno técnico jurídico se podrá derivar otro efecto que su posible incursión en las conductas que tipifica el Código Penal. La transición de la Constitución de 1.978, es ejemplo del respeto de la población para su reforma.

FIN.