Libertad Religiosa y Aconfesionalidad en la Constitución Española: Derechos y Principios
Artículo 16 de la Constitución Española: Libertad Ideológica, Religiosa y de Culto
El artículo 16 de la Constitución Española garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
Principio de Libertad Religiosa
La libertad religiosa tiene una doble dimensión: como derecho y como principio constitucional. Así, la libertad religiosa, además de ser un derecho humano, es también un principio de organización social y de configuración civil. Esta doble condición ha sido puesta de manifiesto por la doctrina y por la jurisprudencia.
A este respecto, son significativas las palabras de Viladrix al decir que “la libertad religiosa como principio de configuración social y cívica contiene una definición del Estado, mientras que la libertad religiosa entendida como derecho fundamental expresa una exigencia de justicia consubstancial con la persona humana; contiene una idea o definición de la persona humana. Lo cual supone que la concepción de Estado incluye una determinada concepción de persona que lo integra y, a la recíproca, el concepto de persona conlleva una concreta postura respecto a la inserción de esa persona dentro de un particular Estado”.
La libertad religiosa como derecho se estudiará en la lección siguiente. Nos centramos ahora en la acepción de la misma en cuanto principio. De los cuatro principios señalados, el básico y más importante en la configuración de nuestro actual sistema de derecho eclesiástico es el de libertad religiosa, ya que de él dependen los demás principios, en aspectos esenciales y de operatividad.
La libertad supone, ante todo, reconocer al individuo y su autonomía como el fin último al que debe encaminarse toda la actuación del Estado. Consecuentemente, no se trata solo de respetar el ámbito de inmunidad personal, sino también de reconocer que ciertas decisiones son radicalmente individuales y que, por tanto, el Estado se presenta como sujeto incompetente para adoptar determinadas opciones e incluso para formular sobre ellas un juicio de valor.
En virtud del principio de libertad religiosa rige el imperativo “máxima libertad posible y mínima restricción necesaria”. Para concretar el significado de la libertad religiosa como principio es preciso apuntar, como presupuesto básico, que el Estado está al servicio de la persona y no al revés. De hecho, la Constitución tiene una orientación personalista, circunstancia que se aprecia con bastante claridad en que considera como fundamentos del orden político y de la paz social la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad.
A partir de aquí es fácil precisar el alcance del principio de libertad religiosa, pues se trata, simplemente, de proyectar el valor genérico “libertad” que, como valor fundamental recogido en los artículos 1.1 y 9 de la Constitución Española, es uno de los objetivos primordiales del Estado, sobre una actividad humana tan singular como es el acto de fe, y cuantas expresiones individuales y colectivas lleva aquel aparejado.
Así pues, el primer paso conlleva para el Estado el reconocimiento de la libertad religiosa como derecho fundamental, con lo que constata su previa existencia. Consecuentemente a ese reconocimiento, el Estado asume un deber de abstención y de no interferencia, así como la garantía jurídica de una plena inmunidad de coacción en materia religiosa a favor de los ciudadanos y de los grupos en que se inserta –confesiones–, no solo respecto de él mismo sino también frente a los demás.
En opinión de la doctrina, la libertad religiosa como principio tiene una doble faceta:
- Negativa: por cuanto implica la incompetencia del Estado para concurrir junto a los ciudadanos al acto de fe y, por ende, a la práctica de la religión. Esta faceta ha sido puesta de manifiesto por el Tribunal Constitucional, cuando sostiene que «el principio de libertad religiosa reconoce el derecho de los ciudadanos a actuar en este campo con plena inmunidad de coacción del Estado y de cualesquiera de los grupos sociales, de manera que el Estado se prohíbe a sí mismo cualquier concurrencia, junto a los ciudadanos, en calidad de sujeto de actos o de actitudes de signo religioso».
- Positiva: que se concreta en el reconocimiento formal, tutela jurídica y promoción material del derecho de libertad religiosa, sin más límites que el orden público protegido por la ley (art. 16.1). En definitiva, que el Estado, en su función de servidor de los ciudadanos, y a tenor del valor que estos otorgan al elemento religioso, asume el deber de permitirlo y facilitarlo, con la máxima amplitud posible, en cuanto que es un factor de interés social.
Principio de Aconfesionalidad (Laicidad)
La forma en que el texto constitucional se refiere a este principio es poco clara e inadecuada. Es el artículo 16.3 el que lo concreta como sigue: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Con esta fórmula se está aludiendo no al carácter o naturaleza no confesional del Estado, sino al carácter o naturaleza no estatal de las confesiones.
Muchos autores ven esta expresión impropia de nuestro particular ámbito histórico y cultural, en cuanto que evoca un sistema de iglesia de Estado o iglesia nacional y no de Estado confesional. Así, en opinión de Bernárdez, la literalidad de la fórmula significa que el Estado ni crea, ni organiza, ni incorpora a su estructura oficial confesión religiosa alguna, en la línea de lo que históricamente ocurrió con las iglesias reformadas. Mientras que en España nuestra Constitución quiso poner término a la situación inversa: la de un Estado confesionalmente católico.
Siguiendo las interpretaciones literal y espiritual de la expresión constitucional del principio, la Constitución rechaza la existencia de una iglesia nacional (separación Iglesia-Estado) y que el Estado profese una religión cualquiera, inspirando su legislación en esa doctrina (aconfesionalidad).
El motivo por el que se empleó tal fórmula fue la finalidad, que late en todo el texto constitucional, de concordia entre los españoles y, concretamente en el caso que nos ocupa, la de no herir la sensibilidad religiosa de la mayoría católica, con referencias al laicismo que, en España, se asociaba a la intolerancia religiosa sufrida durante la etapa de la Segunda República.
Modernamente, algunos autores prefieren emplear el término aconfesionalidad por resultar, a su juicio, más evidente que el de laicidad, al que consideran confuso. Confusión que obedece a su carácter dinámico, pues la acepción que hoy posee difiere respecto de la que tenía en épocas anteriores. Esta evolución de su significado dificulta su empleo de manera unívoca y exige una continua descripción de su alcance e implicaciones.
En consecuencia, resulta lógico que no exista unanimidad doctrinal para referirse a él y que Soto haya atribuido hasta cinco significados a dicho término: lo opuesto a eclesiástico, tolerancia, laicismo, indiferencia hacia lo religioso, y neutralidad. De todos ellos, debemos decantarnos por el de neutralidad ante lo religioso; pues, si partimos del hecho de que el Estado está sometido a sus propias leyes –que se dirigen a un ámbito diverso del de las iglesias–, y reconocemos que Iglesia y Estado son realidades diferentes, y que un Estado social de derecho debe velar por los derechos reconocidos a sus ciudadanos –entre ellos el de libertad religiosa–, la conclusión lógica es que el estado natural de estos estados es la neutralidad.
Para Martínez Torrón, laicidad implica neutralidad porque “a lo que conduce es a que el Estado actúe en relación con las distintas religiones solamente en la medida de los efectos sociales que estas producen, y especialmente en la medida en que tales efectos puedan contrastar con valores que el ordenamiento considera necesarios”. Y es un medio, el más adecuado, para conseguir el fin de garantizar el derecho de libertad religiosa en condiciones de igualdad por parte de todos los individuos y grupos.
El Tribunal Constitucional, en su interpretación de este principio informador del derecho eclesiástico, ha empleado, en numerosas ocasiones, los términos de aconfesionalidad o neutralidad. No obstante, recientemente ha utilizado con mayor frecuencia el término laicidad, pero calificándola de positiva, lo que matiza de modo significativo este concepto y lo acerca a la neutralidad.
“De singular interés es la STC 46/2001, de 15 de febrero. Recuerda que “el contenido del derecho a la libertad religiosa no se agota en la protección frente a injerencias externas de una esfera de libertad individual o colectiva que permite a los ciudadanos actuar con arreglo al credo que profesen (SSTC 19/1985, de 13 de febrero, 120/1990, de 27 de junio, y 63/1994, de 28 de febrero, entre otras), pues cabe apreciar una dimensión externa de la libertad religiosa que se traduce en la posibilidad de ejercicio, inmune a toda coacción de los poderes públicos, de aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso, asumido en este caso por el sujeto colectivo o comunidades, tales como las que enuncia el artículo 2 LOLR y respecto de las que se exige a los poderes públicos una actitud positiva, desde una perspectiva que pudiéramos llamar asistencial o prestacional, conforme a lo que dispone el apartado 3 del mencionado artículo 2 LOLR” (F.J. 4). Y a continuación advierte: “Y como especial expresión de tal actitud positiva respecto del ejercicio colectivo de la libertad religiosa, en sus plurales manifestaciones o conductas, el artículo 16.3 de la Constitución, tras formular una declaración de neutralidad (SSTC 340/1993, de 16 de noviembre, y 177/1996, de 11 de noviembre), considera el componente religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener «las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones», introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva: que «veda cualquier tipo de confusión entre fines religiosos y estatales» (STC 177/1996)” (F.J. 4).”