Politica y moral maquiavelo

Poder, autoridad y legitimidad.

El poder está íntimamente ligado a los valores y las creencias. Este vínculo es el que permite establecer relaciones de poder duraderas y estables en las que el recurso constante a la fuerza se hace innecesario. Marx Weber distinguía entre poder y autoridad.

Autoridad sería el ejercicio institucionalizado del poder y conduciría a una diferenciación, más o menor permanente, entre gobernantes y gobernados, los que mandan y los que obedecen. La autoridad implica una serie de supuestos:

  • Una relación de supra-subordinación entre dos individuos o grupos.
  • La expectativa del grupo supraordinado de controlar el comportamiento del subordinado.
  • La vinculación de tal expectativa a posiciones sociales relativamente independientes del carácter de sus ocupantes.
  • La posibilidad de obtención de obediencia se limita a un contenido específico y no supone un control absoluto sobre el obediente.
  • La desobediencia es sancionada según un sistema de reglas vinculadas a un sistema jurídico o a un sistema de control social extrajurídico.

La autoridad hace referencia a la rutinización de la obediencia y a su conexión con los valores y creencias que sirven de apoyo al sistema político de que se trate. El poder se convierte en autoridad cuando logra legitimarse. Pero, ¿qué es la legitimidad? Legítimo, diría Max Weber, es aquello que las personas creen legítimo. La obediencia se obtiene sin recurso a la fuerza cuando el mandato hace referencia a algún valor o creencia comúnmente aceptado y que forma parte del consenso del grupo.

Weber distingue tres tipos de legitimidad:

  • La legitimidad tradicional, que apela a la creencia en la “santidad” o corrección de las tradiciones inmemoriales de una comunidad como fundamento del poder y la autoridad y que señala como gobiernos legítimos a aquellos que se ejercen bajo el influjo de esos valores tradicionales.
  • La legitimidad carismática, que apela a la creencia en las excepcionales cualidades de heroísmo o de carácter de una persona individual y del orden normativo revelado u ordenado por ella, considerando como dignos de obediencia los mandatos procedentes de esa persona o ese orden.
  • La legitimidad legal-racional, que apela a la creencia en la legalidad y los procedimientos racionales como justificación del orden político y considera dignos de obediencia a aquellos que han sido elevados a la autoridad de acuerdo con esas reglas y leyes. De este modo, la obediencia no se prestaría a personas concretas, sino a las leyes.

La legitimidad de una decisión o de una autoridad se reducen a la creencia en el procedimiento con el que esa decisión se adoptó o esa autoridad de eligió. Nos hallamos ante una legitimidad de origen puramente legal. Del mismo modo la legitimidad de ejercicio de la autoridad en cuestión se reduce a su cumplimiento escrupuloso de la legalidad en el ejercicio del poder.

Poder y legitimidad democráticas.

El concepto alternativo de poder y legitimidad se fundamente en la idea de acción comunicativa o concertada.

Acción comunicativa es aquella que busca a través de la comunicación la formación de una voluntad común (no forzada ni manipulada) que sirva para resolver un problema colectivo.Hannah Arendt rompe con la idea del poder como un mecanismo que responde al esquema medios/fines y lo define como “la capacidad humana no sólo de actuar, sino de actuar en común, concertadamente”. Según eso, el poder no es nunca propiedad de un individuo, sino que “pertenece” al grupo y se mantiene sólo en la medida en que el grupo permanezca unido. Sin el “pueblo” o el grupo no hay poder.

Bajo las condiciones de un sistema democrático-representativo se supone que los ciudadanos “dirigen” a los que gobiernan.

El poder es consensual y es inherente a la existencia misma de comunidades políticas: surge dondequiera que el pueblo se reúna y actúe conjuntamente. Así, lo importante ahora es el procedimiento de adopción de las decisiones, más que las decisiones mismas. El poder, lejos de ser un medio para la consecución de un fin, es realmente un fin en sí mismo, ya que es la condición que posibilita que un grupo humano piense y actúe conjuntamente. El poder, por lo tanto, no es la instrumentalización de voluntad de otro, sino la formación de la voluntad común dirigida al logro de un acuerdo.

Arendt desarrolla una teoría de las instituciones y las leyes como la materialización del poder. Hay leyes, dice, que no son imperativas, que no urgen a la obediencia, sino directivas, esto es, que funcionan como reglas del juego pero no nos dicen cómo hemos de comportarnos en cada momento, sino que nos dotan de un marco de referencia dentro del cual se desarrolla el juego y sin el cual no podría tener lugar. Lo esencial para un actor político es que comparta esas reglas, que se someta a ellas voluntariamente o que reconozca su validez. Pero es muy importante apreciar que no se podría participar en el juego a menos que se las acate. Por supuesto esas reglas pueden intentar cambiarse, o pueden ser transgredidas, pero no pueden ser negadas por principio, porque eso significa no desobediencia, sino la negativa a entrar en la comunidad.

En la realidad política no todo funciona de acuerdo con ese esquema consensual y deliberativo que fundamente el poder y la comunidad. Cuando estamos en presencia de la imposición de una voluntad a otra, dice Arendt, eso no cabe denominarlo poder sino violencia. El poder es siempre no violento, no manipulativo, no coercitivo. Poder y violencia son opuestos, la violencia aparece allí donde el poder peligra, pero dejada a su propio curso acabará con todo poder. Para Arendt el poder es la espada de Damocles que pende sobre la cabeza de los gobernantes, mientras para Weber y sus seguidores éste no sería sino esa misma espada en manos de los que dominan.

Jürgen Habermas propone una distinción entre el ejercicio del poder y la generación del poder. Sólo en este último caso el concepto de poder de Arendt y sus referencias deliberativas y consensuales son pertinentes. Es cierto que ningún ocupante de una posición de autoridad política puede mantener y ejercer el poder si su posición no está ligada a leyes e instituciones cuya existencia depende de convicciones, deliberaciones y consensos comunes del grupo humano ante el que responde.  Todo el sistema político depende de que el poder, entendido como deliberación conjunta en busca de un acuerdo, legitime y dote de base a ese poder estratégico. Por muy importante que la acción estratégica sea en el mantenimiento y ejercicio del poder, este tipo de acción siempre será deudora del proceso de formación racional de una voluntad y de la acción concertada por parte de los ciudadanos. Esta es, según Haberlas, la impotencia de los poderosos: tienen que tomar prestado su poder de aquellos que lo producen.

Necesitamos determinar cuándo el poder surge deliberadamente y cuándo es un producto manipulado que unos cuantos utilizan en detrimento del colectivo. Para ello inevitablemente debemos referirnos al tema de la legitimidad y de la justificación colectiva de normas práctico-políticas.

La vía por la que Haberlas intenta resolver el asunto es la de especificar ciertas condiciones formales o procedimientos mínimos que nos hagan capaces de distinguir una deliberación conjunta basada en la razón y el interés general de otra basada en la fuerza, la manipulación o el engaño.Ahora bien, ¿cuál es el contenido de un procedimiento deliberativo legítimo?, ¿cuáles son las reglas que dotan de fuerza legitimante a las decisiones políticas tomadas a su amparo?, ¿qué es lo que garantiza formalmente la deliberación política legítima?. Podríamos resumirlas en tres:

  • Primero, libertad de las partes para hablar y exponer sus distintos puntos de vista sin limitación alguna que pudiera bloquear la descripción y argumentación en torno a lo que debe hacerse.
  • Segundo, igualdad de las partes de modo que sus concepciones y argumentos tengan el mismo peso en el proceso de discusión.
  • La tercera condición se refiere a la estructura misma de la deliberación en común: lo que debe imponerse en la discusión es la fuerza del mejor argumento sin que sea posible acudir a la coacción o a la violencia como elemento integrante de la misma. Lo que en cada momento histórico ha sido considerado como mejor argumento varía y se transforma, pero lo esencial aquí es que los participantes sean capaces de reconocer la fuerza de cada argumento de acuerdo con sus convicciones, creencias y valores no manipulados.

Dentro del paradigma arendtiano del poder y de la legitimidad procedimental habermasiana, consideraremos una acción, una norma o una institución como legítima si fuera susceptible de ser justificada como tal dentro de un proceso deliberativo. Y este proceso deliberativo deberá regirse por reglas tales como la libertad y la igualdad de las partes, y deberá igualmente estar guiado por el principio del mejor argumento y la exclusión de la coacción.



Explicar la tesis de Tilly sobre la formación de los Estados europeos.

«En la experiencia europea (…) los hombres que controlaban los medios concentrados de

coerción (ejércitos, armadas, fuerzas policiales, armamento etc.) intentaban por lo común

emplearlos para ampliar los ámbitos de población y de recursos sobre los que ejercían su

poder. Cuando no encontraban a nadie con poder de coerción comparable, conquistaban;

cuando encontraban rivales, guerreaban.

Algunos conquistadores consiguieron ejercer un dominio estable sobre las poblaciones de

territorios extensos, y lograr un acceso habitual a una parte de los bienes y servicios

producidos en dicho territorio; aquellos conquistadores se convirtieron en gobernantes.

Los soberanos más fuertes de toda región dictaban a los demás los términos para la guerra;

los gobernantes menores podían optar entre ajustarse a las exigencias de sus poderosos

vecinos o realizar esfuerzos excepcionales en la preparación de la guerra.

La guerra y su preparación empeñaban a los gobernantes en la labor de extraer los medios

para la guerra entre los que poseían los recursos esenciales -hombres, armas,

avituallamientos o dinero para comprarlos- y que se resistían a entregarlos sin fuertes

presiones o compensaciones. Dentro de los límites fijados por las exigencias y

compensaciones de otros Estados, la extracción y la lucha por los medios necesarios para

la guerra crearon las estructuras organizativas centrales del Estado.             

La organización de grandes clases sociales, y su relación con el Estado, variaban

sensiblemente entre las regiones de Europa intensivas en coerción (zonas de pocas

ciudades y predominio agrícola, donde la coerción directa desempeñaba un importante

papel en la producción) y las regiones intensivas en capital (zonas de múltiples ciudades y

predominio comercial, donde prevalecían los mercados, el intercambio y una producción

orientada al mercado). Las demandas que las grandes clases sociales plantearon al Estado,

y su influencia sobre dicho Estado, variaron en consonancia.   

El éxito relativo de diversas estrategias extractivas, y las estrategias que en efecto aplicaron

los gobernantes, por tanto, variaban considerablemente entre las regiones intensivas en

coerción y las intensivas en capital.          

En consecuencia, las formas organizativas de los Estados siguieron trayectorias claramente diferentes en estas diversas partes de Europa.(…) Hasta muy avanzado el milenio no ejercieron los Estados nacionales una superioridad clara sobre las ciudades-estado, los imperios y otras formas de Estado comunes en Europa.   Pese a todo, la creciente escala bélica y la trabazón del sistema europeo de Estados a través de la interacción comercial, militar y diplomática acabó por conferir superioridad bélica a aquellos Estados que podían desplegar ejércitos permanentes; ganadores fueron los Estados con acceso a una combinación de grandes poblaciones rurales, capitalistas, y economías relativamente comercializadas. Ellos fijaron los términos de la guerra, y su forma de Estado llegó a ser predominante en Europa. Finalmente, los Estados europeosconvergieron en dicha forma: el Estado nacional.»

Características institucionales del Estado Moderno.

Los reinos del Renacimiento, y principalmente España, Francia e Inglaterra, van creando una nueva estructura institucional al servicio de la guerra. El rey está a su cabeza, y por ello esta estructura nacerá con un carácter marcadamente patrimonial, integrada por servidores del monarca. Este carácter patrimonial se irá posteriormente diluyendo y tomando un carácter más público hasta hacerse claramente nacional con el paso de la legitimidad dinástica de derecho divino a la contractual y proto-democrática típica del liberalismo del siglo XIX.

El ejército es la primera necesidad del monarca europeo durante este período. Un ejército nuevo, muy amplio y mercenario, de carácter cada vez más permanente. Un ejército, además, no caballeresco. No es que los nobles queden fuera del oficio de guerreros. Siguen él, y siguen al mando. No son ya guerreros privados, son soldados del rey en un ejército del rey que el propio rey financia. Obedecen a un mando unificado con objetivos militares directamente relacionados con la política dinástica.

La irrupción de las armas de fuego y de los nuevos barcos, el carácter mercenario de los nuevos ejércitos y su mayor tamaño convierten la aventura militar en una empresa con un coste sin precedentes. La guerra devora la casi totalidad de los ingresos del rey. La presión fiscal aumente o disminuye en función de las campañas. Al servicio de estas necesidades fiscales surge todo un cuerpo de auditores, recaudadores, etc., que se expandirán por todo el reino para intentar saciar, de forma ordenada y reglada, la voracidad de dinero de la máquina militar.

Al mismo tiempo, la complejidad de los asuntos a tratar y resolver por el rey da origen a la creación de órganos asesores y ejecutivos cada vez más especializados. Con el Estado moderno nace la burocracia moderna, el gobierno de las peticiones, los documentos y los tinteros, con sus Consejos, Audiencias y Chancillerías.

En los feudos se irán suprimiendo las inmunidades jurisdiccionales y se gravará directamente a los campesinos. En las ciudades, las libertades irán restringiéndose y sus autoridades quedarán estrechamente vigiladas por agentes del rey. La dependencia romana de la Iglesia decaerá o será directamente eliminada, como en la Inglaterra de Enrique VIII.

La nobleza se vuelve cortesana, instruida y palaciega, pero sin dejar de ser militar. Surge con fuerza un nuevo tipo de ciudad aglutinadora de los que son algo o aspiran a algo en el reino: la Corte, precursora de las modernas capitales de los Estados. Al mismo tiempo, burgueses con estudios universitarios desempeñaran cargos de gran importancia dentro de la administración del rey. El dominio del derecho y de las cuentas pasan a ser capacitaciones fundamentales para abrirse camino en ese mundo. Por la vía cortesana, nobleza y comercio quedarán vinculados al rey y al reino. La sed de dinero del Estado acelerará a menudo el proceso, a través de la progresiva venalidad de cargos administrativos y títulos nobiliarios.

Éste puede ser un retrato del Estado del Renacimiento, de los reinos occidentales del siglo XVI. El monarca ha ido tomando poder y competencias sobre espacios más amplios. El ámbito de su poder se ha afirmado sobre un territorio delimitado y la idea de frontera ha surgido con fuerza. Los vínculos entre los súbditos y el rey han ido haciéndose cada vez más directos a través de la fiscalidad, la justicia y la burocracia. La autonomía política de las ciudades y la importancia de las asambleas de representación estamental se ha debilitado.

El rey legitima su gobierno apelando a la voluntad de Dios, ya no quedan huellas feudales en la justificación de su autoridad. La monarquía absoluta, que se abre camino en la Europa continental, acentuará esta tendencia. El monarca absoluto patrimonializa y personifica la autoridad política al máximo. Él es el supremo poder temporal dentro de los límites de su reino, en el que no reconoce superior. Él es la única fuente de la legislación y la justicia. Decide sobre la guerra y la paz y dirige el ejército y la administración. En él reside la soberanía.

El modelo de relaciones internacionales que sale de la Paz de Westfalia ilustra perfectamente el nuevo orden político, esto es, la rotunda victoria de los Estados tanto sobre los poderes medievales con pretensiones de universalidad como sobre el policentrismo político medieval. Europa queda constituida por Estados soberanos que no reconocen autoridad superior. Las regulaciones internacionales, integradas fundamentalmente por prácticas y principios aceptados por todos, no van más allá de unas normas mínimas para garantizar la coexistencia de los Estados. En cualquier caso, los Estados son considerados como iguales en su soberanía, con independencia de su mayor o menor extensión o poder.

El pensamiento político de Maquiavelo.

La concepción clásica del poder político en el pensamiento renacentista gira en torno al nombre de Maquiavelo.  Autor de importantes obras como los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, o El Príncipe, su obra más importante.  Con su obra El Príncipe se inicia la moderna ciencia política, así como una cierta concepción del poder que aún hoy sigue siendo objeto de polémica.

  En este texto se pone ya de manifiesto lo que va a ser el tema central de la política renacentista, así como se revelan algunas cuestiones clave de su concepción del poder político:

   1) La política es la ciencia de lo que es; no de lo que debe ser. La utopía -como la denominará su contemporáneo Tomás Moro- no tiene cabida en una reflexión seria sobre la esencia del poder.

 2) Lo que es no enfrenta al príncipe con un mundo «moral», sino con la maldad, la crueldad y la mentira, esto es, con un mundo donde la ley no es nada sin la fuerza, donde aquellos que no pueden forzar a otros a obedecer, rara vez consiguen sus propósitos.

   3) Por ello, si el príncipe quiere mantener su posición de poder es necesario que utilice todos los medios a su alcance, incluyendo aquellos que tal vez no debieran utilizarse desde el punto de vista moral, pero que resultan necesarios para lograr el fin pretendido.

  Hay, pues, en Maquiavelo una cierta indiferencia moral respecto a los medios y una tal preferencia por el fin (la conservación del poder), que prácticamente justifica cualquier medio utilizado.  Según Maquiavelo, en política las cosas hay que abordarlas de frente y sin vacilaciones.

La crueldad no es mala por sí misma, sino que depende de un fin exterior a ella misma moralmente considerada. Existe un uso bueno o malo de la crueldad. El buen uso hace referencia a su exterioridad como acción moral, es decir, a su efectividad política. Es mala aquella crueldad que deteriora el poder; es buena aquella que lo reafirma.

Pero esa instrumentalización de la moral y su subordinación a las exigencias de la política supone una absoluta indiferencia en relación con las consecuencias individuales y sociales de la aplicación de tales principios. Esto es, que Maquiavelo se convertiría en crítico en la medida en que su ciencia estaría contribuyendo a desvelar la hipocresía del poder. Lo que dice Maquiavelo se hace, pero no se dice y, de este modo, al decirlo Maquiavelo con toda claridad, de ser un siervo del poder pasa a ser un crítico y un desmitificador del poder, con lo que destruye el prestigio de la autoridad. Y esta sería la razón de su mala prensa, mucho más que su amoralidad.

Existe otra interpretación de la teoría del poder de Maquiavelo: Es la que realiza Gramsci al considerar que si se considera a El Príncipe como una obra dirigida al que no sabe, al pueblo que soporta la dominación, más que al príncipe que la realiza, entonces el poder desvelador de su contenido convierte en revolucionario o en progresista para su entorno lo que en principio parecía destinado a incrementar la capacidad de opresión del poderoso.

    Por otra parte, la filosofía política de Maquiavelo contiene un nuevo entronque con el tema de la libertad. Para la filosofía aristotélico-tomista libertad era escoger entre varias propuestas reconocidas como buenas por la razón. El centro de gravedad de esta libertad se situaba así en la esfera íntima. Para Maquiavelo, en cambio, la libertad será aquella actuación sobre el mundo exterior que es capaz de modificarlo o alterarlo. Aunque esa modificación de la realidad tiene sus límites.

   Libertad y fortuna, dirá Maquiavelo,  forjan a medias las acciones humanas. Cada acción humana es, en parte, libertad y, en parte, necesidad. Todo acto está condicionado por la situación previa, que es aquella que la fortuna le ofrece como punto de partida. La occasione, como la llama Maquiavelo, no se crea, sino que se encuentra. Y la virtú es complementaria respecto de la occasione. La virtú es de este modo un querer y un obrar coherente con la occasione. La virtú no sólo significa «energía de la voluntad», habilidad para decidir y actuar con determinación, dejando a un lado toda consideración ética; además significa sabiduría (en el sentido de «racionalidad estratégica» que impide su aniquilamiento) y autocontrol (en el sentido de equilibrio, de mesura para no dejarse llevar por las pasiones, que son las que inicialmente impulsan a la acción). Consiguientemente, la virtú se valora por su éxito externo, por la capacidad por ella demostrada de adecuarse a la ocasión. La falta de virtú hace que la fortuna nos esclavice, en lugar de ser utilizada para afirmar nuestra voluntad y nuestra libertad. Es virtuoso aquél que actúa de acuerdo con lo que es y se aleja de cualesquiera normas que le induzcan a actuar de otro modo.

  Dos importantes consecuencias se derivan de estas concepciones de Maquiavelo: 1) El príncipe tiene una moral distinta de la que tendría si no lo fuera; 2) A partir de ahora, las virtudes cristianas van a tener sentido, en la medida en que favorezcan u obstaculicen el desarrollo de la acción política orientada por la virtú maquiavélica.

    El subsiguiente conflicto entre moral y política se va aglutinar en torno al concepto de «Razón de Estado» -expresión, por cierto, que, como tal, no aparece en la obra de Maquiavelo ni una sola vez. Pero entonces ¿por qué se habla de razón de Estado en le pensamiento político de Maquiavelo? Sencillamente, porque los rudimentos de esa doctrina de la «razón de Estado» se encuentran presentes en su argumentación.

  Primero, el Estado, o la comunidad política, es para Maquiavelo un bien trascendente superior al individuo o a los grupos sociales particulares que lo componen. La decisión acerca de los intereses de esa comunidad pueden tomarse, dependiendo de las circunstancias históricas concretas, de forma más o menos participativa, pero en todo caso resulta prioritaria frente a cualquier interés particular. Segundo, en el establecimiento o «salvación» de un Estado, todo medio es válido y legítimo, debiendo utilizárselo sin consideración a su moralidad o immoralidad, sino teniendo en cuanta sólo el criterio del éxito en la finalidad perseguida.Para Maquiavelo la política y el mal se hallan inextricablemente unidos, como consecuencia del poderío de la fortuna y de las leyes que rigen el desenvolvimiento del mundo.